(Por Pablo Burgués)

La semana pasada os conté cómo conocí, en los embarcaderos de Sa Caleta, a ese anciano marinero ANTES conocido como Sodio (Puedes leer la historia completa pinchando aquí). Así que esta semana continuaré desgranándote el interminable monólogo salino al que me sometió ese anciano marinero AHORA conocido como Forrest Sal.

Tras dos horas y trece minutos sin parar de hablar del apasionante y salvaje mundo del cloruro sódico, F.S. me hizo una esperanzadora pregunta: “¿hijo, te gusta la historia?”. Con lágrimas en los ojos le dije que yo era un completo enamorado de todos y cada uno de los acontecimientos históricos, no porque aquello fuera verdad, si no porque sola la posibilidad de un cambio de temática era para mí un oasis en aquel desierto (de sal). Pero su respuesta truncó todas mis esperanzas: “Perfecto, te contaré entonces la historia de las salinas de Ibiza”.

Aquella retorcida maniobra me recordó a mi infancia, cuando tras haber perpetrado una buena trastada me encerraba en el baño de mi casa y mi madre me decía con voz angelical: “Abre Pablo, que no te voy a pegar”. Sin embargo, en cuanto mi inocente mano aflojaba el pestillo, la zapatilla de mi madre se deslizaba como serpiente de cascabel por el hueco de la puerta y zas, en toda la boca.

Como medida desesperada y para evitar la pantagruélica chapa que se me venía encima, decidí llevar a cabo una maniobra de escapismo digna del mismísimo Houdini. Muy lentamente, con movimientos de ninja, fui recorriendo sigilosamente los escasos 5 metros que me separaban del mar. Para no despertar sospechas sobre mis planes de huida, desplegué la fina técnica del perro de la parte de atrás del coche, que consiste en mirar a la cara al interlocutor y mover la cabeza arriba y abajo al tiempo que se dicen breves pero certeras frases de aprobación tipo: “sí, claro”, “qué curioso” o “ya me imagino”.

Llegué al borde de los embarcaderos mientras mi amigo seguía a lo suyo: “…entonces los franceses inventaron el frigorífico y todo se fue a la mierda, ya que la gente dejó de usar la sal para conservar los alimentos y nos echaron a todos a la calle”. Justo en ese momento F.S. parpadeó y aprovechando esa milésima de segundo me lancé al agua como un tigre de Bengala.

Estuve unos 20 minutos nadando en las cristalinas aguas del mediterráneo y al salir descubrí con alegría que el viejo marinero se había quedado dormido bajo el sol. Aproveché la ocasión para vestirme y marcharme, pero el sonido de la cremallera de mi mochila despertó a la bestia, quién abrió un ojo, me miró con cara de malas pulgas y me dijo: ”me cago en los franceses”. Acto seguido cerró el ojo y empezó a roncar.

 

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