(Por Pablo Burgués)

Hace unos meses un servidor de ustedes estaba tomándose un refrescante mojito en la terraza del hotel Marina Playa, en la bahía de San Antonio, cuando como caído del mismísimo cielo apareció frente a mí una especie de mesías del siglo XXI al que rápidamente apodé con el sugerente sobrenombre de Serengueti.

 

A pesar de tener unos 70 años, el tipo era un espíritu joven y libre de tal magnitud, que nada más entrar en el local todos los presentes sentimos al unísono la irrefrenable necesidad de giramos hacia él atraídos por su tremendo magnetismo animal. Y nunca mejor dicho, porque el muy atrevido iba vestido con botas de serpiente, pantalón de cebra, camisa de tigre y sombrero de cocodrilo. 

Nada más verlo supe que Serengueti y yo estábamos hechos el uno para el otro, y que fuera cual fuera su historia, él necesitaba contarla y yo necesitaba conocerla. Así que usando la técnica del ñu herido fui arrastrándome por la barra acercándome poco a poco a él, esperando que su instinto de depredador le hiciese abalanzarse sobre mí. Y así fue, a los 3 minutos de llegar ya estábamos los dos juntos tomándonos una cerveza.

Tras las presentaciones pertinentes y para romper el hielo decidí tirar de sarcasmo y le pregunté si le gustaban los zoológicos. No sé muy bien si no pilló mi humor o si por el contrario lo pilló al vuelo pero su respuesta fue una jodida obra maestra: “yo odio los putos zoos chaval, en esos sitios de mierda los bichos no tienen espacio suficiente y no están cómodos”. Claro, pensé, los bichos estarían mucho más holgados y cómodos todos puestos por encima suyo o en su armario.

Serengueti me dijo que era escocés pero que llevaba viviendo en Ibiza más de 40 años. ¿Entonces habla español?, le pregunté, a lo que me respondió con un rotundo “yes man”, y tras cinco segundos de incómodo silencio continuó hablando en inglés. Por lo visto el tipo era un enamorado del submarinismo y por eso decidió venirse a vivir al Mediterráneo, sin embargo se quejaba de que la isla ya no era como antes: “El turismo y los grandes yates han jodido los fondos marinos y es por su culpa que ya no quedan aquí tortugas ni tiburones”. Nada más terminar la frase el tío me enseñó una pulsera de carey que adornaba su muñeca izquierda y acto seguido, como fin de fiesta, se desabrochó dos botones de su camisa y me mostró un collar de cuero del que colgaba un enorme diente de tiburón.

 

Me habría encantado seguir toda mi vida charlando con aquel prototipo de ser humano, pero su ya de por si impenetrable inglés con acento escocés se puso del todo ininteligible después de beberse el quinto mezcal (todos ellos con gusano incluido por supuesto). Además el señor se fue poniendo cada vez más macarra y ya solo se comunicaba con frases en las que había más fuckings que vocales, así que amablemente me despedí y me marché antes de que Serengueti se pusiese en modo peletero y decidiera hacer conmigo una gorra y un chaleco.

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